18/2/07

El Diván - Damián Ibáñez


Por fin había estrenado el diván. Quién lo hubiera pensado, si aún no se explicaba muy bien porqué narices lo había comprado. Inaudito -pensó-. Allí estaba ella, completamente descolocada por la situación.

No hacía ni un mes que, al pasar por delante de aquella mueblería, encontró ésta preciosa pieza barnizada en caoba oscuro y forrada en piel negra, tan suave, tan acogedora y reluciente, que parecía tener vida propia; y su forma... que se le asemejaba a un útero virginal, listo para ser el vientre maternal de todas las desdichas humanas. Se quedó mirándolo largo tiempo frente al escaparate, como embobada ante aquel diván, viéndolo tomar vida propia, imaginándolo en el despacho de su consulta. Era la pieza que le faltaba para darle una personalidad distinguida y formal.

No pudo resistirse. Después de pagarlo y encargar que se lo llevaran a casa --en el cuarto más amplio tenía su consulta privada--, empezó a arrepentirse; daba igual el motivo, eran varios, pero ya era tarde. Así lo recordaba ahora, y apenas esbozó para sus adentros una sonrisa benévola consigo misma, tratando de recordar si había vuelto a pasar por aquella calle, o por delante de aquella tienda: no recordaba, probablemente ninguna más. Su ordenador mental estaba procesando todos aquellos datos tan banales a la velocidad de la luz, junto con todos los demás actos triviales de aquel día. ¿Cuantas banalidades conforman nuestros días?.

El tiempo que él tardó en tumbarse en el diván, después de implorarla quejumbroso que le dejara hacerlo, fue el que tardó ella en evocar todos aquellos recuerdos, todas las sensaciones pretéritas del maldito diván. Empezaba a detestar haberlo comprado. No estaba preparada para usarlo de aquel modo, nunca lo había usado como herramienta de trabajo, y la descolocaba la situación.

Desde que abrió su consulta particular --y ya iba para diez años--, siempre atendió a sus clientes --qué contrasentido, antes les decía pacientes: singular palabra esta; y aquella--, ante su pequeña mesa escritorio barnizada en negro mate: una mesa alta, recta, de finas patas, ornadas con una talla de yedras ascendiendo por ellas, y con una encimera de cristal mate, para no rayar su superficie, y en la que reposaba abierto su cuaderno, para ir tomando notas, allí sentada tras él, en aquel su imponente sillón de cuero rojo grana, sólido como el trono de un rey godo. El rojo lo había elegido adrede: el rojo es el color del triunfo, denota mando y fuerza. Sonrió para sus adentros al recordar la picardía de elevar su sillón por encima de la silla de sus clientes y que ésta, con los brazos de madera y forrada en terciopelo verde, y de aspecto tan frágil, era cómoda, pero no lo suficiente como para estar sentado en ella por más de una hora. El tiempo suficiente para una tarifa como dios manda: importante pero ajustada, sin desmesura.

Y ahora ella ocupaba la maldita silla verde --el sillón pesaba demasiado para poder moverlo sin perder la compostura--, y él estaba allí tumbado, en el maldito diván. Para qué coño había cumplido ella treinta y cuatro años, los diez últimos dedicados a esto en cuerpo y alma --porque esta era una profesión en la que se vivía muy bien, pero a base de gran esfuerzo-,para que viniera un pelamangas y la pillara en su día tonto, en la hora tonta de la semana, de su mes tonto, de su año más tonto de toda la década.

--Gracias doctora --gorgoteó él, aún acomodando su cuerpo en el diván, y a ella le pareció que se encontraba tan a gusto que temió se fuera a quedar a dormir aquella noche en él.

--Pues usted dirá, don... --pronunció ella tratando de situarse en posición dominante, y encauzar la conversación, aunque aquella maldita silla no la ayudaba.

--Damián, llámeme Damián. --respondió él, sonriendo confiadamente.

--Bien, pues usted dirá...

--Mire, no crea que no lo he meditado mucho antes de venir a su consulta. Si le he de ser sincero le diré que no confío mucho en ustedes los psicólogos, y perdone la franqueza, pero es que siento la necesidad imperiosa de hablar con alguien de lo que me sucede, y como no frecuento la iglesia desde hace años, pues no he encontrado otro modo de poder hacerlo. Necesitaba contárselo a alguien.

--Bien, pues comience usted, le escucho.

--Verá, todo empezó mas o menos hace un año --apenas gesticulaba con las manos mientras hablaba, con un aire sosegado pero introvertido--, Necesitaba acudir al dentista, y resultó que el mío estaba de vacaciones, así que tuve que tirar de la guía telefónica y buscar al azar otro dentista. Conseguí concertar mi cita pronto: para el mismo día, y a la hora convenida estaba en la consulta. Allí, una amable enfermera me hizo pasar a uno de los departamentos, y después de recogerme la chaqueta para colgarla en una percha, me invitó muy amablemente a sentarme en un magnifico sillón reclinable --usted tambien los conocerá, imagino-, de esos en los que uno puede tumbarse a todo lo largo. Al poco, apareció ella. Al principio me sentí sorprendido, porque estaba acostumbrado a poner mi boca al cuidado de manos masculinas, pero definitivamente las mujeres ya están en todos los sitios trabajando, así que no tardé en recuperarme de la sorpresa. Le aclaro que no soy ningún misógino, ni tampoco ningún retrogrado, tan solo se lo cuento para que sepa cuales fueron mis sensaciones y cuales mis reacciones en aquel entonces. Me sorprendió, es cierto, más por esa prevención que todos llevamos al dentista que otra cosa, pero me duró poco la sorpresa y, además, nunca sentí miedo en las visitas al dentista, así que pronto le conté el motivo por el que estaba allí, con aquel dolor de muelas --se llevaba las manos a la mandíbula como queriendo significar la verosimilitud de su dolor--, y ella me sonrió tan dulcemente que creo que al instante se me había olvidado el motivo que me llevó allí. Yo aún no era consciente de lo que me estaba pasando, de eso fui dándome cuenta mas tarde, como ya le contaré. Ella movió el sillón y quedé tumbado totalmente, boca arriba como ahora; me pidió que abriera la boca, y cuando yo dócilmente accedí, se inclinó sobre mí para explorar la causa de mi muela dolorida. Fue entonces cuando sentí por primera vez esa extraña y descontrolada sensación dentro de mí. Sentí el calor que desprendía su cuerpo a través de su bata blanca, cuando se volcó sobre el mío. Era una sensación tan agradable y cautivadora que yo no deseaba que se retirara de aquella posición, quería que continuara hurgando en mi maldita muela eternamente. No dejaba de sentir el calor desprendiéndose de su cuerpo y penetrar en el mío como si fuera el nido en que buscara refugiarse. Como un escáner, mi cuerpo presentía el contorno de su seno sobre mi pecho, adivinaba su forma: no muy grande pero esféricamente perfecto, su tacto, su contextura, su dureza, y la tibia temperatura de aquel pezón magnifico y puntiagudo en el que se coronaba. Mi cerebro recibía todas aquellas sensaciones a bocanadas, y las procesaba milimetricamente hasta convertirlas en un holograma perfecto, como un sonar de última generación, que registraba hasta el último temblor de su vientre, o la ligerísima erección de sus pezones cuando rozaron livianamente con mi cuerpo.

Tomó saliva por un momento, aspiró con fuerza el aire de la habitación, ladeando la cara, y volviendo a mirar al techo mientras proseguía gesticulando con las manos, prosiguió:

--Conseguí disimular todas las sensaciones que me producía su proximidad, y ni siquiera una gota de sudor apareció en la comisura de mis labios, pero no conseguí que ciertas señales evidenciaran que me había afectado de una manera muy especial. Cuando terminó de hurgar en mi boca, al hablarme con aquella voz tan suave y armoniosa explicándome qué tenía en mi muela, me pareció que su mirada no dejaba de examinar a hurtadillas el bulto de mi pantalón.


--Pues aún no entiendo el problema que usted tiene --se oyó decir ella, con un tono que denotaba cierto enfado por todo lo extraña que le estaba pareciendo aquella historia desde el principio, mientras se recogía su rizada melena castaña con ambas manos por encima de los hombros distraídamente. Lo vio mirarla de reojo. Le hubiera gustado tener una goma para recogérselo con ella; en momentos así siempre le molestaba que su melena se le viniera por encima de los ojos un poco miopes, pero con cierta coquetería había renunciado a llevar gafas y a recogerse el pelo, porque ese hecho le permitía jugar a ese juego tan antiguo de insinuar su atractivo en el ademán de recogerse el pelo de aquella manera que ella sabía. Además, en las ondas de su pelo y en su piel cobre y amapola, cobre y fuego, estaba su atractivo. Bien lo sabia.

--Aguarde. --rogó él con aquellos movimientos acariciadores de sus manos morenas. Bonitas manos. Debían ser cálidas sus manos--. Mire, es que ahora es cuando empieza mi problema. Yo le explicaré, si me deja proseguir. --hizo una nueva pausa esperando su aprobación y reanudó el relato--. Después de la exploración de la muela y de un par de radiografías que estudió a conciencia mientras yo me dedicaba a contemplarla, me informó que lo más apropiado sería hacerme una endodoncia. Aquel día ya no volví a tener su cuerpo volcado sobre el mío, pero la idea de tener que volver a su consulta me enfebreció de tal manera que cuando me habló de que serian necesarias cinco sesiones al menos, me sentí turbado por una alegría inmensa. Imaginaba que con tantas sesiones habría al menos alguna oportunidad de volver a repetir aquella turbadora sensación.

--Pues no sé dónde quiere ir a parar, sea más breve, por favor, y más explícito --ya no sabia que le molestaba más, si las vueltas que le daba al asunto o la pasión que adivinaba en sus gestos--, las reacciones que usted ha tenido me parecen muy normales

--Haré un esfuerzo por abreviar, --su mirada tierna y confiada la desarmaba, lo notaba, maldita sea--, resumiré todo lo que pueda: mire, en aquellas visitas volví a tener las mismas sensaciones dos veces más. No se las repetiré para no hacerme pesado. Solo le confesaré que me resultaron terriblemente excitantes, fuera de lo normal. Pero el problema, lejos de acabar, es que empezó ahí: a partir del día que ajustó la funda de mi muela y se acabó el arreglo de mi boca. Desde ese día empecé a sentirme irritable por todo, mi cabeza no podía concentrarse en otra cosa. La enviaba en secreto flores, rosas, gladiolos... mientras trataba de olvidarla, pero no había manera. Cada día una rosa para olvidarla. Infructuoso. Aquella sensación del primer día me perseguía con tanta fuerza que fue entonces cuando lo hice --ella no pudo menos que abrir los ojos expectantes tratando de saber si acabaría de aquella por contarle su problema. Era bonito el hoyuelo de su barbilla--, sí, me rompí una muela aposta. Necesitaba volver a verla de cualquier modo, así que metí en mi boca una piedra y la mordí con tanta fuerza que al poco conseguí romperla. Para abreviar: eso sucedió en cinco ocasiones más, es por eso que vengo a su consulta, doctora, necesito una terapia que me haga olvidar...

--¿Cinco muelas?--. No se lo podía creer.

--Sí, mire, mire las fundas, le digo la verdad

Hay días tontos, sin duda, una de veras que los tiene. Diez largos años siendo perfecta y hoy vuelvo a meter la pata como una colegiala. Las fundas eran ciertas. Tan ciertas como sus bonitos ojos, pensé. Tan cierta como mi metedura de pata... cuando me quise dar cuenta ya estaba inclinada sobre él, mirándole la boca.

--Doctora, creo que soy una rana... una rana encantada...


P.D.- hoy en día esa rana duerme en mi cama, usa mi toalla y ensucia mis sábanas, las revuelve todas, tiene una forma peculiar de meterse en ella. De un salto, sonríe mientras grita: ¡croac, croac!. He cambiado el diván al dormitorio, ahora es mi fantasía y mi fantasma. Cuando le oigo roncar me apetece abofetearle, tiernamente claro, amenazándolo: ¡como te vuelvas a tumbar en un diván que no sea el mío... te despedazo!. Mientras... procuro saber donde se tumba...

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